22 de noviembre: Día de la flor del Ceibo

En Vivero Don Felipe, hoy celebramos el día de nuestra flor nacional, la roja belleza que este noble árbol nos regala todos los años al comenzar la época de calor.
La flor de ceibo, también denominada seibo, seíbo o bucaré, fue declarada flor nacional argentina por Decreto del Poder Ejecutivo Nacional en 1942. Es una especie característica de la formación denominada Bosques en Galería. Se encuentra en los cursos de agua, pantanos, esteros y lugares húmedos. Por la vistosidad de sus flores se encuentran cultivadas en paseos, parques y plazas. Fue declarada “flor nacional” en Uruguay y en la Argentina.
Su nombre genérico Erythrina es de origen griego, de la voz “erythros”, que significa rojo, atribuida por el color de sus flores. El nombre específico crista-galli, también por la semejanza del color de las flores a la cresta del gallo. Su altura oscila entre 6 a 10 centímetros, con diámetro de 0.50 cm. Fuste tortuoso y poco desarrollado, corteza de color pardo grisáceo, muy gruesa y muy rugosa con profundos surcos.
El ceibo es un árbol originario de América, especialmente de la Argentina (zona del litoral), Uruguay (donde también es flor nacional), Brasil y Paraguay. Crece en las riberas del Paraná y del Río de la Plata, pero se lo puede encontrar también en zonas cercanas a ríos, lagos y zonas pantanosas. Su madera, blanca amarillenta y muy blanda, se utiliza para fabricar algunos artículos de peso reducido. Sus flores se utilizan para teñir telas.
Cuenta la leyenda guaraní, que la flor del ceibo nació cuando una joven llamada Anahí fue condenada a morir, tras participar en un cruento combate entre su tribu guaraní y el ejército invasor. Hasta allí, la niña cantaba feliz en la selva, con una voz dulcísima, tanto, que se decía que los pájaros callaban para escucharla. Pero un día resonó el ruido de las armas. Se dice Anahí luchó tanto como pudo pero que finalmente fue apresada y condenada a la hoguera.
Los soldados la ataron a un tronco, amontonaron a sus pies pajas y ramas secas, y al rato una roja llamarada la rodeó de fuego. Ante el asombro de los que contemplaban la escena, Anahí comenzó a cantar. Era como una invocación a su selva, a su tierra, a la que le entregaba su corazón antes de morir.
Su voz estremeció a la noche, y la luz del nuevo día pareció responder a su llamado: consumido el fuego, los soldados se sorprendieron al ver que el cuerpo de Anahí se había transformado en un manojo de flores rojas.

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